jueves, 2 de abril de 2009

mi primer cuento...

LA CASA DONDE NACIERON. 31-3-09.


Pablo, Ana y Juan nacieron en la misma casa y aunque sus madres dudaron mucho acerca de la cita del encuentro, al fin sucedió. Aunque no estuvieran muy convencidas, aunque su casi niñez les impidiera ser concientes de la decisión.

El pacto de amor se selló para las tres madres de la misma manera,

con los primeros llantos infantiles, justo a la hora en la que el sueño se hace más espeso.

Unos a otros los bebés se turnaban y casi siempre era igual, primero Pablo, después Ana y unos segundos más tarde Juan.

Las tres mamás se levantaban de sus camas crujientes con los pies descalzos a veces y las caras muy marcadas por las sábanas siempre, mientras caminaban hasta sus camitas se desabotonaban la blusa en un acto mecánico y ausente, luego ya tendidas en sus camas con sus bebés en brazos, la habitación se tornaba distinta, un halo mágico lo impregnaba todo.

Pablo, Ana y Juan nacieron en la misma casa descolorida, vieja y con olor a tostadas y mate cocido, vistieron ropas prestadas, oyeron los mismos cuentos, jugaron las mismas siestas, rieron los mismos sueños, por un tiempo.

Isolda nació en una casa con puntillas, su habitación nació antes que ella, la esperaba, tenía su nombre pintado en letras grandes y plateadas, y había muchas lunas rosas en el respaldo de su cuna.

La mamá de Isolda esperó por años su llegada, el día que supo con certeza que estaba embarazada ya se había dado por vencida desde hacía un tiempo.

Siempre sintió que en el interior de su vientre crecía Isolda y no Ismael como le aseguraba su marido, tampoco estaba tan equivocado, Ismael llegaría cinco años después.

La casa de Isolda tenía pisos como espejos, manteles y cortinas con olor a rosas, y en la cocina la mamá de Isolda preparaba lo más deliciosos pasteles.

Pablo era cinco días mayor que Ana y Ana cuatro horas mayor que Juan.

La casa de la infancia fue la misma hasta que Pablo cumplió sus once años y se fue con su mamá un poco más mujer a vivir a otra ciudad.

Si se les pregunta los tres sin dudar dirán que esos fueron los mejores años de su vida, el mundo que construían era maravilloso, las veces que habrán llegado a la casa, llenos de lodo y asustados cuando una tormenta los encontraba desprevenidos corriendo por el campo o trepados de algún árbol.

La mamá de Ana consiguió trabajo como secretaria y se fueron a Rosario con la promesa de un futuro próspero.

Juan se quedó en la casa con doña Alcira hasta pasados los trece años, su mamá lo visitaba todos los jueves, trabajaba cama adentro en casa de familia y sus patrones no sabían de la existencia de Juan.

Doña Alcira era un ángel vestido de mujer, eso pensaban y aseguraban la mamá de Pablo, la mamá de Ana y la mamá de Juan.

La mamá de Juan había llegado a decirle mamá Alcira, y la vieja Alcira que nunca había tenido hijos propios, sonreía y lloraba al mismo tiempo.

La casa de Isolda quedaba muy cerca de la casa de doña Alcira, en el pueblo todos la adoraban y como no iba de hacerlo también la mamá de Isolda, cuántas veces lloró en sus hombros cuando la llegada de Isolda parecía un sueño irrealizable.

Pablo e Isolda habían nacido el mismo día, Pablo a las diez de la mañana, Isolda a las cuatro de la tarde. Sus mamás se conocían pero no eran amigas.

Sin embargo Pablo, Ana, Juan e Isolda eran inseparables, todo el pueblo está grabado con sus nombres, cada rincón tiene una historia que solo ellos saben contar con lujo de detalles.

Con la partida de Pablo y luego de Ana al poco tiempo, el grupo quedó reducido a Isolda y Juan, la adolescencia terminó por desmembrar el grupo por completo, pero los recuerdos quedaron intactos en cada uno de ellos.

La mamá de Isolda falleció dos años después de que Juan y su mamá se fueran de la casa de Alcira. Isolda tenía quince años y era toda una mujer pero el golpe fue duro y la mochila muy pesada, su hermano Ismael aún era un niño y su padre se volvió solitario, triste y sombrío, nada fue fácil para Isolda que por fortuna contaba con Alcira que desvastada por la muerte de la madre de la joven tuvo que sacar nuevas fuerzas para contenerla en los momentos de gran dolor.

Y aunque se encontraba cansada, la fortaleza de Alcira conocida y admirada por todos se revistió de nuevos frutos.

La mamá de Pablo, la de Ana y la de Juan no fueron las primeras mamás que Alcira cuidó pero si fueron las últimas. Siempre recordaba a sus tres pequeños, porque si bien fueron muchos los niños que vivieron en su casa, ellos fueron los únicos que la hicieron sentir abuela de verdad.

Ahora que los años y la distancia los había alejado sentía con tristeza que se había olvidado de ella.

Desde muy joven Alcira abrió las puertas de su casa a toda joven y desprotegida futura mamá, ella les ofrecía un techo seguro, ropa y comida y por sobre todo afecto y calor de hogar.

La casa les pertenecía hasta que su bebé naciera y la mamá tuviera la fuerza necesaria para salir a un mundo tan hostil por momentos, pero la verdad es que la mayoría permanecía años como sucedió con las mamás de Pablo, Ana y Juan.

Alcira falleció una tarde tibia de octubre cuando Isolda ya tenía diez y ocho años, su corazón se quebró de dolor mientras sostenía la mano huesuda de su amada nana Alcira como había comenzado a decirle, por el gran amor que le prodigaba y por el insistente recuerdo de Alcira de sus tres pequeños que no había vuelto a ver.

Isolda se prometió reunirlos y aunque ya fuera tarde porque Alcira ya no estaba, sabía con certeza que ese era el deseo de su nana aunque nunca se lo hubiera pedido, era demasiado amable para pedir un favor.

Encontrar a Juan fue bastante sencillo si bien vivía en un pueblo lejano, Isolda sabía que trabajaba como peón en la estancia de un amigo de su padre.

Dos meses tardó en localizar a Ana y un mes más hasta llegar con Pablo.

Finalmente en un enero plomizo de ese nuevo año, Isolda reunió a los tres jóvenes en la vieja casa de Alcira y debajo del sauce en donde de niños hicieron la promesa de no separarse nunca y seguir siendo por siempre amigos, se sentaron los cuatro y recordaron a la abuela Alcira como tantas veces la habían llamado, recordaron su amor incondicional, sus cuentos, sus canciones y el olor a tostadas y a mate cocido de la vieja y descolorida casa colmada de recuerdos en

donde Pablo, Ana y Juan nacieron.


CINTIA CEBALLOS

No hay comentarios:

Publicar un comentario